sábado, 10 de marzo de 2012

Alumno en algún lugar entre los ochenta y los noventa del siglo pasado


Mi paso por la educación primaria y secundaria fue anterior a la LOE, entre la LOCE y la LODE por lo que realicé EGB, BUP y COU. Estos dos últimos en sus años finales, antes de ser substituidos por el nuevo modo de entender la educación.
Del primer ciclo de EGB guardo recuerdos confusos pero ciertamente agradables, será por la nostalgia de la infancia. Maestras efectivas que, creo, se metían demasiado en la vida de su alumnado y, desde una visión centrada en el culto a la familia, con cierto tufo de catolicismo de base, achacaban a mis padres no haber tenido más hijos que yo cosa que, por lo visto, en esa psicología de comadronas y parteras de barrio, había influido en mi carácter retraído, algo intempestivo y volcado en exceso hacia la madre.
El mío era un colegio público de la ciudad de Cádiz y, a parte de ciertas indiscreciones como las antes mencionadas, agradezco a estos buenos maestros de la enseñanza pública haberme enseñado lo más fundamental de todo: leer, escribir, matemáticas y algo de música. Elementos sin los cuales, sencillamente no habría podido, actualmente, considerarme si quiera una persona.
El segundo ciclo de la E.G.B. lo recuerdo con más nitidez, algo más tormentosamente si cabe. Es el momento en el que los textos comenzaban a hacerse más complejos y abigarrados y, descubrí, que las clases de historia me fascinaban más que las de matemáticas o conocimiento del medio; vamos, descubrí que mi vocación eran las humanidades. Es curioso pensar como, no sé si por alguna clase de pudor por el que dirán o, sencillamente, porque la elección de la alternativa era condenar a tu hijo a que lo miraran como a una rareza, las clases de religión estaban atestadas de compañeros mientras que la alternativa civil, una especie de ética ligera para chiquillos, era la condena al ostracismo para aquellos disidentes del catolicismo como: hijos de padres extranjeros demasiado “modernos”, niños testigos de Jehová, y algún que otro musulmán que caía en las aulas públicas. De una clase de cuarenta niños cinco, como mucho, se retiraban para el extrañamiento de todos, fuera del familiar aula a la biblioteca, para hablar sobre cosas que no pertenecían a nuestra vetusta y ciclópea tradición religiosa.
Me viene a la memoria el primer recuerdo por mi afición a la metafísica cuando, en la clase de religión, que me resultaba muy divertida cuando se discutía acerca del dogma y no se intentaba hacer proselitismo de él, pregunté al pobre Don Domingo si no era posible que a Dios lo pudiera haber creado otro Dios y, éste último, a la vez, también hubiera sido creado por otro más fundamental y así, hasta el infinito. El hombre me respondió que en una procesión de dioses sólo podía ser el verdadero aquel que hubiese sido la fuente y la causa eficiente de todos los demás y que era  a ese, y no a otro más, al que adorábamos. ¿Estaba aceptando el maestro un neo-politeísmo sin saberlo, acaso? En todos los panteones de la antigüedad los dioses son creados por un Dios padre que se ha enfrentado, previamente, a elementos titánicos para conformar el orden en el mundo. La cosa es que, evidentemente no tuve respuesta a esa lógica, pero me he quedado con las ganas de haber desmontado su argumento desde la actualidad y aducir que, en cuestiones de metafísica dogmática, que diría Kant, la sola razón se da a sí misma argumentos válidos para justificar con validez posiciones contrarias: es lo que se llaman antinomias. En fin, si le hubiera respondido eso, evidentemente no habría estado en primaria.
Las clases de historia estaban secretamente conectadas con las de educación física, que yo tanto odiaba. Era el mismo profesor el que las impartía, un cripto-fascistilla, de gruesas lentes de culo de botella, bigotillo a lo Chaplin o lo Hitler, según se quiera mirar (de manera graciosa o terrorífica) y un marcado frenillo mediante el que producía una salivación constante y dada a la fuga, cosa que hacía aumentar considerablemente el nivel de humedad en el ambiente. El mismo régimen fascista que se aplicaba en el ejercicio físico, lo sufríamos en la clase de geografía e historia, en las que preguntaba a los compañeros a la manera de los fusilamientos del dos de mayo: contra la pared (la pizarra se entiende) a voz en grito y con la celeridad de una bala. El terror se apoderaba de todos y el nerviosismo hacía que nos bloqueáramos en las preguntas y nos confundiéramos con más asiduidad. Recuerdo que a mí me llegó a echar de clase sencillamente porque me bloqueé: de mí sólo salían balbuceos, no podía articular una sola frase con sentido. No tuvo, en absoluto, la delicadeza de entender que me estaba aterrorizando y que la situación me sobrepasaba, con creces.  Supongo que no quería darse cuenta de que no era un buen profesor y que, el terrorismo en la enseñanza, no es un buen método de aprendizaje. Si recuerdo algo de aquellos años es gracias a los libros de texto de historia, que me encantaban (ilustraciones preciosas de cómics), pero no desde luego gracias a sus clases, basadas en la repetición abusiva de topónimos y fechas.
El paso a la secundaria me resultó bastante más traumático. Ahí sí que lo pasé bastante mal. El primer año no fue problema, me saqué todas las asignaturas sin dejarme ninguna atrás pero, el segundo de BUP, fue un infierno para mí. Todos los tópicos del adolescentes se conjuraron para acosarme en aquella época: crisis existencial, aislamiento social, problemas de disciplina con los padres, en fin… Era un año que requería de todas las energías del alumnado porque, por aquel entonces, el segundo de bachillerato era integral. A la vez que se ofertaban asignaturas complejas de matemáticas, físicas y biología, tenías las de humanidades, que no eran moco de pavo: un latín incipiente, advocado al estudio sistemático de las declinaciones y los casos, una lengua española infernal mezclada con una literatura de texto y autor. Sencillamente no tenía fuerzas para dedicarme a todo eso a la vez que intentaba darle un sentido a esos nuevos sentimientos e impulsos que me acosaban. La conclusión es que, hasta que me calmé, no pude aprobar el segundo de bachillerato: lo suspendí dos veces y, tras este trance, jamás volví a suspender un año más en el instituto. De verdad, odio mi adolescencia.
Se ve que, ya en tercero de bachillerato, comencé a reconciliarme conmigo mismo y con el resto: alumnado, padres y profesores. Sin embargo hice más amistad con el profesorado que con el alumnado. En aquella época comencé a entender de verdad la importancia de una buena educación y fui desplazando la figura del padre (la figura heróica, claro está, no la de la caída del ídolo con pies de barro) hacia ciertos profesores que en mí ejercieron fascinación: entre ellos el de griego e historia. Gente culta, amable y exquisita que apreciaba mi interés por la asignatura y sus personas gente que, tengo que decir, ha influenciado mis estudios posteriores en la universidad, mis gustos académicos y literarios y, hasta musicales. Uno de ellos, además, ha terminado siendo el mejor de mis amigos y nos vemos con asiduidad cada vez que regreso a Cádiz en fiestas.