sábado, 17 de agosto de 2013

El encuentro asintótico en la casa de Asterión


Narra Borges cómo su Asterión vagabundea por corredores y patios interiores de un laberinto “que es el mundo”; un laberinto que en definitiva tiene las dimensiones de un todo, de todo, del todo: es infinito.
          El minotauro, dada su condición inmortal, sólo puede esperar a haber recorrido todas las estancias del dédalo sin fin en la eternidad. Pero qué eternidad es esa, sino la griega, la del eterno retornar de lo mismo de los estoicos que tanto inquietó el pensamiento de Nietzsche. No se trata de una eternidad en la paz de Dios, en el fin del tiempo, donde mundo y reino de los fines al fin se pliegan en un momento de la historia, un momento en el que, precisamente la historia deja de ser historia. La eternidad es el infinito ciclo del retornar de las estancias del laberinto, de sus recodos, de sus patios, sus aljibes, los cuales son una y otra vez el mismo y siempre diferentes.
          Al igual que en ese otro relato,  El libro de arena que, como éste que comentamos de La casa de Asterión, versa acerca de la inconmensurabilidad de un objeto, Borges postula la imposibilidad de encontrar una misma página ya vista en un libro de páginas infinitas. Allá por donde se abra el libro, a un lector contingente y finito, le será matemáticamente imposible encontrar de nuevo el mismo texto, como el laberinto de páginas sin fin que es, si pasa de página o cierra el libro.
          Cree Teseo que ha encontrado a su “otro”, su rival, en el centro del laberinto; y en efecto así es porque el laberinto, al circunscribirse infinito, tiene como centro cualquier lugar en su interior. Cada punto del laberinto es su centro y es la característica inmortal de Asterión, que eternamente recorre el laberinto, el que ha permitido encontrar en un entorno sin fin a Teseo, de mortal designio.  
          Y es que el toro hombre es una paradoja matemática, ya que es tan recurrente como el laberinto: es eterno, y en su eternidad se confronta a la del laberinto. La expresión que para ello encontramos en la aritmética es la de un infinito partido de infinito:


          De tal manera que el hijo de la reina Pasífae y el Toro de Creta, será una indeterminada existencia, tan neutra y gris como la de los inmortales de ese otro relato de Borges llamado así El inmortal: igual que esos hombres que han sido todos los hombres en su eternidad, que han pasado por todos los momentos de las vidas de cualquier hombre, así Asterión ha sido, en su hogar, el propio laberinto, el mundo entero, ese otro “yo” suyo que es Teseo y supone su propia aniquilación –de la misma manera que sólo un Pendragón, Arturo, puede acabar con otro Pendragón, Mordred-, tanto es así que hasta ha creído, alguna vez, ser el creador mismo del Cielo y de la Tierra ya que, al fin y al cabo, infinitos y eternidades son múltiples sólo en apariencia, como bien nos enseña Spinoza, al hacer de lo finito que es el hombre y lo infinito en los cielos, unas meras modificaciones de la substancia Dios; al hacer de la finitud y de cualquier otra infinitud celeste, modos del auténtico infinito que es Dios (la Naturaleza naturante).
          Y Teseo, ese mortal que se enfrenta, como modificación finita del infinito, ante el infinito de Asterión, Teseo digo, es esa minúscula unidad, es esa cosa mortal, finita y contingente, que se confronta al infinito, a lo eterno cansado y neutro, que en su tedio de siglos sin diferencia alguna entre sí, busca su propia aniquilación: se enfrenta como unidad bien delimitada por el tiempo y la muerte a la eternidad del toro-hombre (de la misma forma que el lector se enfrenta a un libro de páginas tan incontables como la arena). Así, ese duelo mítico entre bestia y héroe puede expresarse aritméticamente como:

          Donde K representa cualquier número natural, en este caso, nuestro héroe, que es la unidad, uno; de manera que nos encontramos con infinito partido de uno. Una expresión aritmética que hace que nos preguntemos cuantos Teseos, cuántos héroes, y cuántas unidades mortales hacen falta para enfrentarnos al infinito minotauro, al infinito laberinto: infinitos, infinitos Teseos hacen falta para poder encontrarnos de una vez, en el centro del laberinto al infinito Asterión y, así poder domeñarlo, atacarlo y al fin anularlo.
          Si, como hemos comentado antes, Teseo es el otro Asterión y Asterión es el otro Teseo es porque, ahora nos queda claro, Teseo es una modificación del infinito que es Asterión. El monstruo, en mil vidas, mil millones de vidas que eternamente devienen una y otra vez, ha terminado, en algún momento, siendo su propio ejecutor, su anulación. La unidad ha alcanzado, en la eternidad, a la infinitud y, recíprocamente, la infinitud se ha hecho nada, cero, en algún momento de la eternidad, al enfrentarse a la determinación de la unidad, de Teseo (donde K representa en este caso a uno):

          Monstruo y héroe se encuentran como dos rectas paralelas que sólo se cruzaran en la eternidad; como una curva que no toca, a-síntota, su eje de coordenadas, más que en su tendencia a hacerse cero con él en el infinito.

          Y así van coligados, mutuamente implicados en un eterno retornar, hombre y toro-hombre como una espiral hiperbólica que comenzó en el infinito y sólo puede tener su fin (su cero de abscisas y ordenadas) también en el infinito; de la misma manera la liberación de Asterión del tedio de ser todos y todo, sólo puede darse en un tiempo que no es tiempo, pero al que siempre se aproxima y del que siempre ha venido.



viernes, 7 de junio de 2013

Las mejores mentes de mi generación...

     Así es como comienza el aullido de Ginsberg:
     
     "Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas, arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo, hipsters con cabezas de ángel ardiendo por la antigua conexión celestial con el estrellado dínamo de la maquinaria nocturna, que pobres y harapientos y ojerosos y drogados pasaron la noche fumando en la oscuridad sobrenatural de apartamentos de agua fría..."
    
     Este poema es la elegía a toda una generación renovadora, inquieta y vanguardista, que cayó en el decadentismo narcotizante: alcohol, drogas duras y enfermedades mentales. "Decadencia" es el término, pero para ser "decadente" hace falta haber estado en lo más alto. Mi generación no tiene el honor de haber estado en lo más alto para sentirse fracasar en lo más bajo. Son hijos del miedo al dolor y adictos, desde niños, a las fantasías infantiles con las que el Capital se hacía más bello y sugerente. Mi generación ha estado siempre en lo más bajo y nunca ha sido consciente de ello. Peor que la decadencia es la ausencia de ese espíritu timótico, que quiere sobre-excedernos, y hacernos ser más de lo que somos. "El desencanto" es propio de quienes estuvieron encantados y ya no lo están; sin embargo, el encantamiento no se ha levantado ni se levantará, la mía es una generación que no puede sentirse desencantada, ni en caída, ni en un estado de inautenticidad: tal es la inconsciencia de su patología.
     
     Yo, al igual que Ginsberg, he visto a los más inteligentes y sensibles de mi generación volcados por completo, como si la vida les fuera en ello al ocio lúdico, ese de la clase media sin pretensiones, ese que entiende el tiempo libre como válvula de escape de la auténtica vida, que es trabajar; la que se ha aprendido desde el jardín de infancia que cuando no hay trabajo se juega, se ve televisión, o se dedica uno a hobbies sin importancia. "Sin importancia", "sin gravedad": ese es el lema del que se explaya tras el trabajo porque, ya nos lo dice el credo calvinista, el trabajo es lo que te dará la salvación y, como nos recordaron los nazis, el trabajo es el que te hará libre. Nada fuera del trabajo tiene gravedad, seriedad, importancia; nada fuera del trabajo es para tomarse en serio, nada fuera del trabajo posibilita la realización personal. Sin embargo, esa "carencia" de expectativas vitales en el ocio, de una manera soterrada ha ido colmándose de auténticas necesidades de lo ingrávido, tanto es así que jugar ha dejado de ser algo sin importancia para terminar siendo la vida misma del jugador, que los pequeños placeres frugales han terminado siendo necesidades por las que alguien podría estar trabajando el triple de horas.

     La falta de atención a esa "disposición natural" hacia la metafísica, disposición que atribuía Kant a todos los seres humanos, ha hecho que nuestra generación descuide los contenidos de tal disposición, ya que ésta se ha enfrascado en sus problemas irresolubles y con-naturales a la condición humana, mediante la mixtificación de las religiones personales de la Nueva Era, los mutantes de tebeo y los cyborgs de Star Trek, por poner un ejemplo (en un movimiento llamado trans-humanismo). En la era de la reproducción técnica de lo fantástico, el gran terreno por reconquistar es la práctica de sí, el hábito; un espacio interior colonizado ya por los códigos del Capital. Tanto es así que se han logrado substituir, como hace la piedra con el material de los huesos fósiles, las expresiones artísticas y filosóficas, los modos de ser diversos y auténticos, por simulacros vulgarizados y embellecidos de consumo y entretenimiento: portentosa es la tendencia de nuestro sistema de producción a codificar nuestros flujos de deseo.
     
     Juego de Tronos es Shakespeare ya, lo creas o no, te guste o no, porque la apertura que posibilita a Shakespeare con sentido se ha cerrado para siempre en su interpretación culta, para quedar re-construida y re-interpretada bajo los nuevos códigos, la "neo-lengua" del imaginario estético del Capital. Pero esto, lo que se oculta por lo que actualmente es patente, es la manera en la que tiene de entregarse la tradición cultural en el ahora, siempre interpretada. Esto no es ni bueno ni malo, ni mejor ni peor, la actualidad impone su modo de interpretación siempre. Sin embargo, el problema, por una parte, consiste en que la interpretación sea interesada e impida una genuina fusión de horizontes entre épocas; y por otra parte, en que la interpretación vigente y patente, en su hegemonía, nos haga olvidar la apertura hacia otras interpretaciones que fueron y que serán. Ya Shakespeare sólo podrá ser, para el gran público, en su totalidad de sentido un Dungeons and Dragons para adultos; ya la manera en la que habitamos un espacio será siempre desarraigada en un simulacro virtual de lo lúdico. El ser que somos en nuestros hábitos, lo que permite la autorrealización en la existencia, se ha comenzado a gestionar, cada vez más, a la manera de juegos en el cyber-espacio: mineros, leñadores, curtidores de pieles, involucrados en una economía tan virtual como la de los mercados. Invertir en materias primas o multinacionales a través del espacio global de redes y el tiempo nano-crónico de la tecnología de la información, es como jugar a un juego de rol on-line. No importa a qué rostros y qué vidas afectemos en una economía real mediante la nueva cremato-lúdica, el dinero es un juego, y en los juegos se pierde o se gana. Al fin y al cabo, jugar es un fin en sí mismo y la liquidez sólo un aliciente para poder permanecer en la mesa del gran Juego de Tronos de los mercados. Los grandes de mi generación son hoy grandes coleccionistas de cosas con muchos nombres sin contenido, jugadores empedernidos de mundos virtuales sin substancia, desde donde se auto-des-realizan en la nada y en la falta de suelo y espacio que habitar, jugando, siempre jugando porque el mundo no entraña compromiso ni verdad algunos.


     La errancia que diagnosticaba Heidegger en nuestra sociedad ya no se percibe como una "carencia" (Not-wendigkeit), sino como un tablero de juego que hay que conquistar para jugar, para conquistar de nuevo y para seguir jugando ad infinitum. Grandes estrategas de la nada reactiva, adoradores de tópicos heroicos, expertos y profesionales de lo lúdico, serios jugadores de lo que no es serio. Así son los grandes de mi generación, que nunca caerán porque nunca han estado en lo alto ni tienen conciencia de ello: siempre grandes, siempre jugadores, siempre niños, siempre eternos.

jueves, 9 de mayo de 2013

Mitología y secuencia.

La mitología no es un relato secuencial, sino una colección de relatos dentro de un contexto, nos comenta Marzoa. El relato secuencial es una manía, costumbre, moderna y muy anglosajona, en la que el lector que ha devenido "fan", necesita de una cosmovisión completa, de pequeños detalles donde todo permanezca bien cohesionado y explicado. Tal vez Wagner tenga la culpa de eso con su tetralogía, quién sabe pero, desde luego, Juego de Tronos y el Señor de los anillos han llevado el concepto de relato secuencial a su máxima exasperación.
https://diaporia.wordpress.com/2013/05/03/la-invencion-de-la-mitologia-marzoa/

domingo, 3 de marzo de 2013

Les Revenants




De las pocas series que voy a conservar en mi disco duro es Les Revenants. Nada que ver con el efectismo norteamericano de J.J.Abrhams, ni con pretensiones de mundo totalizado al detalle de la fantasía anglosajona. Una historia, poética y misteriosa, que no intenta dar cuenta del porqué, sino que sugiere el dolor, el reencuentro y la pérdida. Se excede, por su formato, en el uso de dispositivos para enganchar al espectador... pero no hasta hacerla incoherente y meramente episódica, como ocurre con la mayor parte del resto de los seriales. Ocho capítulos que habría resumido en cuatro, un ritmo narrativo demasiado pausado en ocasiones. Algunos motivos y subtramas de personajes alargados para encajar en la duración. Conflictos entre personajes tópicos, pero bien llevados: el hijo pródigo, Caín y Abel, héroe de pasado turbio, y niño satánico. En ninguno de estos aspectos es rompedora ni plantea nada nuevo al espectador, pero está bien lograda y más allá de las tramas tópicas y los conflictos de siempre, se esconde algo que se muestra y excede la totalidad de la obra: el orden natural de las cosas se ve invertido, diluido, hasta llegar a esa noche final donde se confunden vivos y muertos (y todos los gatos son pardos): Identidad, originariedad, vida y muerte se encuentran denconstruidas en esta sucesión de hermosos videoclips. Las referencias son claras: el Lynch de Twin Peaks y Carretera Perdida, El Amanecer de los muertos de Romero, el William Wilson de Poe y algún que otro guiño al vampirismo de Anne Rice. Deja esa sensación onírica de los relatos de E. T. A. Hoffmann, donde uno encuentra en la cercanía que ha establecido con los personajes lo inhóspito, lo que no se deja aprehender jamás y se nos muestra como extraño. Otra de sus virtudes consiste en no cerrarse en un género al uso: ¿zombis, vampiros, aparecidos? Nada de eso, y algo de todos ellos, pero sólo ese algo en común que tiene lo que no se deja conceptualizar y se encuentra más allá de los lindes de la definición, en el entre de la oposición. Curioso sesgo ontológico el de esta serie que, como otras pocas obras audio-visuales, ya hemos calificado en algún momento de "terror-ontológico".