Así es
como comienza el aullido de Ginsberg:
"Vi
las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas
histéricas desnudas, arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en
busca de un colérico pinchazo, hipsters con cabezas de ángel ardiendo por la antigua
conexión celestial con el estrellado dínamo de la maquinaria nocturna, que
pobres y harapientos y ojerosos y drogados pasaron la noche fumando en la
oscuridad sobrenatural de apartamentos de agua fría..."
Este
poema es la elegía a toda una generación renovadora, inquieta y vanguardista,
que cayó en el decadentismo narcotizante: alcohol, drogas duras y enfermedades
mentales. "Decadencia" es el término, pero para ser
"decadente" hace falta haber estado en lo más alto. Mi generación no
tiene el honor de haber estado en lo más alto para sentirse fracasar en lo más
bajo. Son hijos del miedo al dolor y adictos, desde niños, a las fantasías
infantiles con las que el Capital se hacía más bello y sugerente. Mi generación
ha estado siempre en lo más bajo y nunca ha sido consciente de ello. Peor que
la decadencia es la ausencia de ese espíritu timótico, que quiere
sobre-excedernos, y hacernos ser más de lo que somos. "El desencanto"
es propio de quienes estuvieron encantados y ya no lo están; sin embargo, el
encantamiento no se ha levantado ni se levantará, la mía es una generación que
no puede sentirse desencantada, ni en caída, ni en un estado de inautenticidad:
tal es la inconsciencia de su patología.
Yo, al
igual que Ginsberg, he visto a los más inteligentes y sensibles de mi
generación volcados por completo, como si la vida les fuera en ello al ocio
lúdico, ese de la clase media sin pretensiones, ese que entiende el tiempo
libre como válvula de escape de la auténtica vida, que es trabajar; la que se
ha aprendido desde el jardín de infancia que cuando no hay trabajo se juega, se
ve televisión, o se dedica uno a hobbies sin importancia. "Sin
importancia", "sin gravedad": ese es el lema del que se explaya
tras el trabajo porque, ya nos lo dice el credo calvinista, el trabajo es lo
que te dará la salvación y, como nos recordaron los nazis, el trabajo es el que
te hará libre. Nada fuera del trabajo tiene gravedad, seriedad, importancia;
nada fuera del trabajo es para tomarse en serio, nada fuera del trabajo
posibilita la realización personal. Sin embargo, esa "carencia" de
expectativas vitales en el ocio, de una manera soterrada ha ido colmándose de
auténticas necesidades de lo ingrávido, tanto es así que jugar ha dejado de ser
algo sin importancia para terminar siendo la vida misma del jugador, que los
pequeños placeres frugales han terminado siendo necesidades por las que alguien
podría estar trabajando el triple de horas.
La falta
de atención a esa "disposición natural" hacia la metafísica, disposición
que atribuía Kant a todos los seres humanos, ha hecho que nuestra generación
descuide los contenidos de tal disposición, ya que ésta se ha enfrascado en sus
problemas irresolubles y con-naturales a la condición humana, mediante la
mixtificación de las religiones personales de la Nueva Era, los mutantes de
tebeo y los cyborgs de Star Trek, por poner un ejemplo (en un
movimiento llamado trans-humanismo). En la era de la reproducción técnica de lo
fantástico, el gran terreno por reconquistar es la práctica de sí, el hábito;
un espacio interior colonizado ya por los códigos del Capital. Tanto es así que
se han logrado substituir, como hace la piedra con el material de los huesos
fósiles, las expresiones artísticas y filosóficas, los modos de ser diversos y
auténticos, por simulacros vulgarizados y embellecidos de consumo y
entretenimiento: portentosa es la tendencia de nuestro sistema de producción a
codificar nuestros flujos de deseo.
Juego de Tronos es Shakespeare ya, lo
creas o no, te guste o no, porque la apertura que posibilita a Shakespeare con
sentido se ha cerrado para siempre en su interpretación culta, para quedar
re-construida y re-interpretada bajo los nuevos códigos, la
"neo-lengua" del imaginario estético del Capital. Pero esto, lo que
se oculta por lo que actualmente es patente, es la manera en la que tiene de
entregarse la tradición cultural en el ahora, siempre interpretada. Esto no es
ni bueno ni malo, ni mejor ni peor, la actualidad impone su modo de
interpretación siempre. Sin embargo, el problema, por una parte, consiste en
que la interpretación sea interesada e impida una genuina fusión de horizontes
entre épocas; y por otra parte, en que la interpretación vigente y patente, en
su hegemonía, nos haga olvidar la apertura hacia otras interpretaciones que
fueron y que serán. Ya Shakespeare sólo podrá ser, para el gran público, en su
totalidad de sentido un Dungeons and
Dragons para adultos; ya la manera en la que habitamos un espacio será
siempre desarraigada en un simulacro virtual de lo lúdico. El ser que somos en
nuestros hábitos, lo que permite la autorrealización en la existencia, se ha
comenzado a gestionar, cada vez más, a la manera de juegos en el cyber-espacio: mineros, leñadores,
curtidores de pieles, involucrados en una economía tan virtual como la de los
mercados. Invertir en materias primas o multinacionales a través del espacio
global de redes y el tiempo nano-crónico de la tecnología de la información, es
como jugar a un juego de rol on-line. No importa a qué rostros y qué vidas
afectemos en una economía real mediante la nueva cremato-lúdica, el dinero es
un juego, y en los juegos se pierde o se gana. Al fin y al cabo, jugar es un
fin en sí mismo y la liquidez sólo un aliciente para poder permanecer en la
mesa del gran Juego de Tronos de los
mercados. Los grandes de mi generación son hoy grandes coleccionistas de cosas
con muchos nombres sin contenido, jugadores empedernidos de mundos virtuales
sin substancia, desde donde se auto-des-realizan en la nada y en la falta de
suelo y espacio que habitar, jugando, siempre jugando porque el mundo no
entraña compromiso ni verdad algunos.
La
errancia que diagnosticaba Heidegger en nuestra sociedad ya no se percibe como
una "carencia" (Not-wendigkeit),
sino como un tablero de juego que hay que conquistar para jugar, para
conquistar de nuevo y para seguir jugando ad infinitum. Grandes estrategas de
la nada reactiva, adoradores de tópicos heroicos, expertos y profesionales de
lo lúdico, serios jugadores de lo que no es serio. Así son los grandes de mi
generación, que nunca caerán porque nunca han estado en lo alto ni tienen
conciencia de ello: siempre grandes, siempre jugadores, siempre niños, siempre
eternos.