miércoles, 19 de diciembre de 2012

El útil, la obra de arte y el signo.

Las cosas están relacionadas en una contexto remisional. El sentido del martillo, su para qué, lo concreta su utilidad; su de qué, su materialidad, los elementos de los que está compuesto: hierro y madera. De manera que el martillo, que es un útil, remite a su utilidad y a sus componentes materiales, que también son cosas. Pero hay un determinado tipo de cosa que no está cerrada por su mera utilidad, ni por su materialidad: se trata del signo. El signo no termina de concretarse en un sólo "para qué" ni en un tipo de materialidad, más bien su relacionalidad es múltiple, nunca acaba de abarcarse y depende siempre del contexto y su interpretación. Sobre todo ocurre con esa clase de extraño signo que muestra lo que no está explicito, lo que se encuentra ausente: la huella, el indicio. Esta clase de signos refieren al fundamento mismo del trato con las cosas y hacen patente de qué modo se da ese trato, y cuál es la índole de la cosa misma. La obra de arte es un signo que remite a algo que no puede patentizarse explícitamente de otra manera: las botas de la campesina dejan de ser un útil con un "para qué" determinado para, en la obra de Van Gogh, pasar a designar su esencia como útil en tanto que útil, en un contexto total de relacionalidad que es el mundo de sentido de la campesina; la grieta que atraviesa el suelo del Tate Modern Art de Londres es el indicio de algo que atañe a la misma definición de arte, una huella que designa la ruptura y la catástrofe; el lapsus mental, la incoherencia, la obsesión, el miedo sin objeto son huellas fantasmales del modo de proceder de la inconsciencia, que se substrae a su completa revelación en la articulación de la palabra. En definitiva, el ser humano como ex-sistencia, y sus producciones, es el gran signo que refiere al ser.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

"...en el mundo, como en el agua" de Javier de la Higuera.

     La muerte de Dios se ha llevado también el plano de lo infinito, de lo que no existe (no existe como objeto empírico  acabado y delimitado)... el plano de la trascendencia. Se ha deteriorado en esta humanidad empírica, de lo meramente presente, la capacidad de enfocar la atención en objetos que son "consistentes", pero no existentes; la facultad para simbolizar. Heidegger lo llamaría el "misterio", Kant los ideales regulativos de la razón y Carl Schmitt la irrupción de lo sagrado en la historia. Eso que no puede cuantificarse o predecirse en una regla previa, es lo que hace al ser humano lo que es: apertura de mundo que no está fijada ni delimitada; el exceso, el plus de la poderosidad de lo real que incide hasta en lo inconsciente. ¿Supone esto una regresión, en sentido ontológico y antropológico, del animal humano? Estas son las cuestiones que aborda esta magnífica ponencia de Javier de la Higuera Espín, profesor de filosofía (Metafísica II) en la Universidad de Granada. Algunos hemos tenido la suerte de recibir clases de este auténtico filósofo, una categoría difícil de encontrar, sobre todo en la facultades de filosofía, en estos tiempos de purismo academicista y excesos de enfoques histórico-filológicos.
"... en el mundo como en el agua"

jueves, 1 de noviembre de 2012

Hipervelocidad: El sueño funcionalista de Adam Warren.




     Hipervelocidad se mantiene bajo los presupuestos del funcionalismo computacional: Tony Stark, nuestro alter-ego de Iron-man, sufre un daño irreparable en combate y queda en coma, inoperativo para el resto de los seis números que dura el cómic. Inminentemente la armadura vuelca la conciencia de Stark, como si la conciencia fuera un objeto o una cosa que pudiera ser transportada de un sitio a otro, en su sistema operativo y deviene Tony Stark 2.0. Una versión informatizada del personaje en constante proceso de actualización. Se ha hecho de Stark un nuevo sistema operativo sofisticadísimo para su armadura de combate que, a partir de entonces, será su yo 2.0. de polímeros reforzados y silicio. ¿Qué ha ocurrido aquí? La preservación de la conciencia y/o del cerebro (para éste tipo de enfoques hay una peculiar identidad entre mente y cuerpo) por una organización artificial que lo suplante. Stark intenta explicárnoslo en las viñetas dos y tres de la página 39:

“Bueno, no tanto al cerebro per se, como a mis neurofunciones cognitivas y mi estructura base de personalidad. El software de patrones de pensamiento que corre en mi hardware de materia gris, simplificándolo exageradamente. Usando terabites de datos examinados por el dispositivo de sensores neuroinductores del casco… extrapolados a través de un equipo muy experimental de soft de emulación de personalidad… los procesadores de la armadura han ensamblado un modelo beta de mi deslumbrante personalidad y mi brillante intelecto. La emulación de personalidad aún parece un poco defectuosa, sin embargo… y la velocidad de reloj cognitiva es sólo equivalente a la humana.”

     Lo que Warren está enunciando mediante el monólogo, un tanto atropellado y cargado de tecnicismos y diminutivos pro de Stark, es la tesis del funcionalismo computacional gracias al que, autores que lo desarrollaron como Hillary Putnam, cosecharon bastante éxito durante los setenta. Esta tendencia viene a identificar el cerebro con el hardware; y la conciencia con el sistema operativo, condición de posibilidad del arranque y la marcha de cualquier otro software o programa (o estado mental). El funcionalismo parte de la hipótesis de que “un estado mental se caracteriza fundamentalmente por su función dentro de un sistema de relaciones causales (dentro de una organización funcional)” Con esto se quiere decir que cualquier estado mental: deseo, dolor, etc… lo es según la función que desempeñe en una organización funcional. Organización de funciones que es múltiplemente realizable en cualquier forma física: un cerebro humano, una computadora o un sistema mecánico de poleas. Tomemos como ejemplo la función de “señalar la hora”. Esta función es realizable en, que sepamos, al menos dos formas diferentes de organizaciones funcionales: el reloj analógico y el digital. Lo único que diferencia el soporte físico de estas funciones es su constitución material: el analógico puede funcionar, entre otras muhcas otras realizaciones, mediante un sistema de engranajes miniaturizado; y el digital mediante una batería conectada a un pequeño chip de silicio . Pese a lo radicalmente diferente de su constitución ambos suponen un sistema de relaciones causales que tienen como efecto la función de dar la hora. No importa ya cuál sea la identidad física del soporte de la función, sino la función misma, que se hace encarnable en cualquier estructura física. Lo mental, en el caso de Tony Stark 2.0., es una función en una organización funcional física diferente a la de Tony Stark 1.0. La función de “ser conciencia de Tony Stark” la puede realizar perfectamente, tanto la conciencia de un cuerpo humano como el sistema operativo de la armadura computerizada que es Iron-man.

    Notemos que, la relación que se establece entre la causalidad mental y física en el funcionalismo (computacional o no, realizable en una computadora o en un trozo de queso) es algo peculiar. Hasta el punto en el que, para desmarcarse de ciertos enfoques materialistas más rígidos, teóricos de la filosofía de la mente como Davidson han substituido el concepto de “identidad” por el de “supervivencia” (es por eso por lo que Stark se encuentra tan interesado en la preservación de sus “neurofunciones cognitivas”). Como hemos visto en el ejemplo del reloj o de la conciencia en el cerebro o conciencia del traje de combate Iron-man, las propiedades funcionales no son idénticas a las propiedades físicas. Las propiedades funcionales sobreviven a las físicas, independientemente de cuál sea su encarnación o realización. Por eso no se trata de una relación de “identidad” entre propiedad funcional y física si no, más bien, de “superviviencia”. Ésta concepción ingeniosamente materialista, desarrollada para bordear los escollos que plantean otros enfoques materialistas más fuertes (como el de identidad de tipos), no está exenta de críticas. No es éste el lugar para dedicarle una amplia investigación al funcionalismo computacional y sus contra-argumentos pero, desde el tema que nos interesa, que es el de la disposición espacial del cuerpo de carácter ontológico, diremos que esta manera de entender conciencia y máquina corre el riesgo de pensar la relación mente y materia como un revisionismo del dualismo cartesiano: Stark 2.0 es la conciencia de Stark encarnada en una máquina, el fantasma en la máquina.

martes, 30 de octubre de 2012

Cosmópolis: Cronemberg y Sloterdijk.


La última de Cronemberg es la adaptación de Cosmópolis de Don DeLillo. Densa y calmada, transcurre casi toda ella en el interior de una limusina. Desde luego no es un cine convencional. Se adivina una interesante reflexión sobre el captial de los mercados y la tecnología de la información. Los clásicos temas transhumanistas, sobre la integración de hombre y máquina, que tanto han obsesionado a Cronemberg, se transfiguran en la unión sagrada entre el protagonista y su limusina computerizada, conectada globalmente a las fluctuaciones del mercado. Este Cronemberg parece más un dramaturgo que un director de cine: película de personajes y conversaciones, exceso de planos y contra-planos, claustrofóbicos ángulos interiores que dejan ver un destello del exterior de la limusina en movimiento: un mundo sumido en el caos del cyber-capitalismo. Contrasta el micro-clima sosegado del interior con el mundo tumultuoso del exterior; metáfora de una sociedad de esferas invernales y protectoras que se va desmoronando. ¿Cúanto de Sloterdijk hay en Cronemberg?

Mariló, Punset y los triángulos equiláteros del alma: acerca de lo mental.


          No sé si os habéis fijado en que se han puesto de moda los espacios de reflexión en programas de televisión como los de Iker o Mariló. Gracias a la pedantería de sus productores y directores te encuentras perlas de sabiduría periodística sin igual. Maravillas que, en ocasiones son perdonadas por los espectadores, como ocurre todas las semanas con Iker -no sé si porque los espectadores son tan tontos como Iker y están de acuerdo o, sencillamente, ni se enteran-; o vituperadas al extremo como en el caso de Mariló. Está claro que: 1. Alguien para convertirse en una figura pública sólo necesita audiencia (estar en el lugar correcto a la hora correcta) y nada de conocimientos y, mucho menos, talento y 2. el lugar de la reflexión ya no lo toman los pensadores, sino que es un asunto de "figuras públicas mediáticas": presentadores de televisión, periodistas, cienci-periodistas, ex-concursantes de Gran Hermano, entrenadores de fútbol, prostitutas caras, homosexuales descarados y cotillas, etc... Un largo elenco que es, una parte nuestra creación; y otra parte herencia importada de la televisión y la prensa de Berlusconi.
   
       Hacía ya años que el lugar del filósofo había sido sustituido por el premio en físicas del año, el sabio de la relatividad, el poeta latinoamericano o el literato del realismo mágico. Todos opinaban sobre cosas increíblemente trascendentes (que no trascendentales) en detrimento de más de dos mil años de tradición filosófica. No ahondaré en las causas de este problema, no es el lugar adecuado. Sólo quiero señalar que en esta época ya ni eso nos queda. El lugar del pensador no lo tiene Einstein, sea espurio o no; que va, lo tiene Mariló, cojones; lo tiene el puñetero Punset.
   
     Tanto Punset, señor respetadísimo por el público que se piensa inteligente, divulgador de novísimas teorías científicas que es licenciado en derecho por la Universidad Complutense de Madrid, master en ciencias económicas por la Universidad de Londres y diplomado en económicas por La Sorbona de París; como Mariló Montero que estudió… ¿magisterio? Tanto el uno como el otro, reitero, piensan que el alma está en los órganos (o en algún órgano especial del cuerpo) como Descartes. Que Renato quisiera postular la sede del alma en la glándula pineal al comienzo de la era moderna y del mecanicismo me parece totalmente lógico; pero que, tras años de teorías científicas, de dilucidaciones filosóficas por parte de los filósofos de la mente para tratar de entender la relación entre lo mental y lo corporal; de complejas elucubraciones sobre las facultades del alma y su relación con el cuerpo por parte de la fenomenología; después de todo eso, que Punset siga diciendo que “el alma está en el cerebro”, como reza el título de una de sus obras maestras; o que Mariló exprese su temor porque el alma de un donante malvado pueda trasplantarse junto a sus órganos a otra persona, me parece como poco intempestivo y, sobre todo, digno de ignorantes con bastante poco conocimiento y sensibilidad filosófica. 


1. Lo mental no es una cosa.
     


     Lo mental, el anima latina y la psijé griega, no son una cosa. Pensar el alma como una cosa ahí presente (Gegenstände) para un sujeto es un lastre que, el prejuicio cientifista de la modernidad nos ha legado, calando con fuerza y arraigando en la opinión pública. El alma acaece, se da en acto: es. Tiene un carácter meramente operativo que acontece según una disposición adecuada de elementos, pero no permanece como una substancia esperando a ser utilizada. ¿Qué significa que algo acaece? Pues meramente eso: que se da en cada caso. No eternamente, no para siempre y en todo caso. Sino que es según sus condiciones de posibilidad temporales, materiales e históricas. Nada más.


2. Lo mental no está en ningún sitio
     


     Como hemos dicho antes: lo mental no es una substancia (en el sentido de una cosa) luego, no puede situarse espacio-temporalmente en algo. Eso no significa que no se encuentre en una mutua relación con algo que sí es en un lugar y en un tiempo determinado: el cuerpo. La relación entre lo extensivo y lo intensivo es, sencillamente, un misterio y no debería ser reducida a planteamientos tan burdos como el de Punset, el del materialismo de la identidad, en el que un acontecimiento mental es en identidad con un acontecimiento físico. Como ejemplo tenemos el siguiente: las fibras C del sistema nervioso son elementos materiales indispensables para la sensación del dolor, pero eso no significa que las fibras C sean el dolor, como piensa Punset. Luego el dolor no está en las fibras C, ni en el sistema nervioso ni, mucho menos, en el cerebro.


3. El cuerpo es extenso, el alma intensa: el alma no puede tener partes.


     Ni si quiera Renato Descartes, con todo lo materialista que era el hombre, podría pensar que el alma estuviera dividida en partes. Lo extenso tiene partes: el cuerpo tiene partes, lo que ocupa un lugar puede ser dividido en partes; lo intenso no. Lo extenso tiene eso: extensión y puede ser dividido en número; lo intenso es el sentido, la sensación de algo (los qualia), lo simbólico. ¿El sentido estético y simbólico de una obra de arte puede ser dividida en partes? ¿El concepto de triángulo puede ser dividido en partes? Lo mental es todo ese proceso, de carácter operativo, que se da en el acto de una intelección, de una delectación, de una sensación, de un cálculo y, como tal, no puede dividirse en partes. Aunque haya muchos triángulos equiláteros en el mundo: de piedra, de cartón o de madera, en ninguno de ellos se encuentra repartido el concepto de “triángulo equilátero”. Es por eso que el alma no se encuentra repartida en las partes del cuerpo.

     Hay que aclarar que, cuando la tradición filosófica alude a las "partes del alma" al referirse a autores como Platón o Aristóteles, lo hace en un sentido intensivo, esto es: partes no entendidas como numéricamente divisas, sino como gradualmente desplegadas. Se trata de modulaciones del alma de diferente gradación e intensidad, pero no de partes discretas.


   

sábado, 10 de marzo de 2012

Alumno en algún lugar entre los ochenta y los noventa del siglo pasado


Mi paso por la educación primaria y secundaria fue anterior a la LOE, entre la LOCE y la LODE por lo que realicé EGB, BUP y COU. Estos dos últimos en sus años finales, antes de ser substituidos por el nuevo modo de entender la educación.
Del primer ciclo de EGB guardo recuerdos confusos pero ciertamente agradables, será por la nostalgia de la infancia. Maestras efectivas que, creo, se metían demasiado en la vida de su alumnado y, desde una visión centrada en el culto a la familia, con cierto tufo de catolicismo de base, achacaban a mis padres no haber tenido más hijos que yo cosa que, por lo visto, en esa psicología de comadronas y parteras de barrio, había influido en mi carácter retraído, algo intempestivo y volcado en exceso hacia la madre.
El mío era un colegio público de la ciudad de Cádiz y, a parte de ciertas indiscreciones como las antes mencionadas, agradezco a estos buenos maestros de la enseñanza pública haberme enseñado lo más fundamental de todo: leer, escribir, matemáticas y algo de música. Elementos sin los cuales, sencillamente no habría podido, actualmente, considerarme si quiera una persona.
El segundo ciclo de la E.G.B. lo recuerdo con más nitidez, algo más tormentosamente si cabe. Es el momento en el que los textos comenzaban a hacerse más complejos y abigarrados y, descubrí, que las clases de historia me fascinaban más que las de matemáticas o conocimiento del medio; vamos, descubrí que mi vocación eran las humanidades. Es curioso pensar como, no sé si por alguna clase de pudor por el que dirán o, sencillamente, porque la elección de la alternativa era condenar a tu hijo a que lo miraran como a una rareza, las clases de religión estaban atestadas de compañeros mientras que la alternativa civil, una especie de ética ligera para chiquillos, era la condena al ostracismo para aquellos disidentes del catolicismo como: hijos de padres extranjeros demasiado “modernos”, niños testigos de Jehová, y algún que otro musulmán que caía en las aulas públicas. De una clase de cuarenta niños cinco, como mucho, se retiraban para el extrañamiento de todos, fuera del familiar aula a la biblioteca, para hablar sobre cosas que no pertenecían a nuestra vetusta y ciclópea tradición religiosa.
Me viene a la memoria el primer recuerdo por mi afición a la metafísica cuando, en la clase de religión, que me resultaba muy divertida cuando se discutía acerca del dogma y no se intentaba hacer proselitismo de él, pregunté al pobre Don Domingo si no era posible que a Dios lo pudiera haber creado otro Dios y, éste último, a la vez, también hubiera sido creado por otro más fundamental y así, hasta el infinito. El hombre me respondió que en una procesión de dioses sólo podía ser el verdadero aquel que hubiese sido la fuente y la causa eficiente de todos los demás y que era  a ese, y no a otro más, al que adorábamos. ¿Estaba aceptando el maestro un neo-politeísmo sin saberlo, acaso? En todos los panteones de la antigüedad los dioses son creados por un Dios padre que se ha enfrentado, previamente, a elementos titánicos para conformar el orden en el mundo. La cosa es que, evidentemente no tuve respuesta a esa lógica, pero me he quedado con las ganas de haber desmontado su argumento desde la actualidad y aducir que, en cuestiones de metafísica dogmática, que diría Kant, la sola razón se da a sí misma argumentos válidos para justificar con validez posiciones contrarias: es lo que se llaman antinomias. En fin, si le hubiera respondido eso, evidentemente no habría estado en primaria.
Las clases de historia estaban secretamente conectadas con las de educación física, que yo tanto odiaba. Era el mismo profesor el que las impartía, un cripto-fascistilla, de gruesas lentes de culo de botella, bigotillo a lo Chaplin o lo Hitler, según se quiera mirar (de manera graciosa o terrorífica) y un marcado frenillo mediante el que producía una salivación constante y dada a la fuga, cosa que hacía aumentar considerablemente el nivel de humedad en el ambiente. El mismo régimen fascista que se aplicaba en el ejercicio físico, lo sufríamos en la clase de geografía e historia, en las que preguntaba a los compañeros a la manera de los fusilamientos del dos de mayo: contra la pared (la pizarra se entiende) a voz en grito y con la celeridad de una bala. El terror se apoderaba de todos y el nerviosismo hacía que nos bloqueáramos en las preguntas y nos confundiéramos con más asiduidad. Recuerdo que a mí me llegó a echar de clase sencillamente porque me bloqueé: de mí sólo salían balbuceos, no podía articular una sola frase con sentido. No tuvo, en absoluto, la delicadeza de entender que me estaba aterrorizando y que la situación me sobrepasaba, con creces.  Supongo que no quería darse cuenta de que no era un buen profesor y que, el terrorismo en la enseñanza, no es un buen método de aprendizaje. Si recuerdo algo de aquellos años es gracias a los libros de texto de historia, que me encantaban (ilustraciones preciosas de cómics), pero no desde luego gracias a sus clases, basadas en la repetición abusiva de topónimos y fechas.
El paso a la secundaria me resultó bastante más traumático. Ahí sí que lo pasé bastante mal. El primer año no fue problema, me saqué todas las asignaturas sin dejarme ninguna atrás pero, el segundo de BUP, fue un infierno para mí. Todos los tópicos del adolescentes se conjuraron para acosarme en aquella época: crisis existencial, aislamiento social, problemas de disciplina con los padres, en fin… Era un año que requería de todas las energías del alumnado porque, por aquel entonces, el segundo de bachillerato era integral. A la vez que se ofertaban asignaturas complejas de matemáticas, físicas y biología, tenías las de humanidades, que no eran moco de pavo: un latín incipiente, advocado al estudio sistemático de las declinaciones y los casos, una lengua española infernal mezclada con una literatura de texto y autor. Sencillamente no tenía fuerzas para dedicarme a todo eso a la vez que intentaba darle un sentido a esos nuevos sentimientos e impulsos que me acosaban. La conclusión es que, hasta que me calmé, no pude aprobar el segundo de bachillerato: lo suspendí dos veces y, tras este trance, jamás volví a suspender un año más en el instituto. De verdad, odio mi adolescencia.
Se ve que, ya en tercero de bachillerato, comencé a reconciliarme conmigo mismo y con el resto: alumnado, padres y profesores. Sin embargo hice más amistad con el profesorado que con el alumnado. En aquella época comencé a entender de verdad la importancia de una buena educación y fui desplazando la figura del padre (la figura heróica, claro está, no la de la caída del ídolo con pies de barro) hacia ciertos profesores que en mí ejercieron fascinación: entre ellos el de griego e historia. Gente culta, amable y exquisita que apreciaba mi interés por la asignatura y sus personas gente que, tengo que decir, ha influenciado mis estudios posteriores en la universidad, mis gustos académicos y literarios y, hasta musicales. Uno de ellos, además, ha terminado siendo el mejor de mis amigos y nos vemos con asiduidad cada vez que regreso a Cádiz en fiestas.