jueves, 26 de mayo de 2016

El goce: más allá de la mera felicidad.



Aristóteles decía que era una cuestión de sentido común saber que todos los seres humanos aspiraban a ser felices. El término griego para la felicidad es la eudaimonía, algo así como una “bienandanza”[1], practicar un buen camino. Así pues, para el griego podríamos decir que la felicidad es un camino bien andado. ¿Pero qué significa esto?
Tal vez estemos acostumbrados a pensar que la felicidad se obtiene en el término de una acción acabada, algo logrado y realizado pero, qué pasa una vez que aquello se ha logrado. Viene el tedio y el hastío: la insatisfacción. Decía Schopenhauer que la vida transcurre entre la inseguridad y el aburrimiento, un movimiento pendular que produce dolor, tal vez porque pensaba que el mundo era la expresión de la Voluntad, una unidad total que se había fracturado y, en su lucha por unirse de nuevo, siempre permanecía insatisfecha; la historia de esta Voluntad siempre se encontraba en el intento de reunirse en unidad y totalidad, algo que jamás podría llegar a ser y es que, una vez que esa Voluntad encontraba un objeto, éste no podía satisfacerla, de tal manera que regresaba de nuevo a la búsqueda de aquello que la hacía completa. Un castigo para la existencia, desde luego.
El problema de Schopenhauer tal vez consista en pensar que, en primer lugar, lo que nos define como seres humanos es el deseo y, en segundo lugar, que la felicidad sólo puede conseguirse como término o consecución de la acción que nos lleve a adquirir ese objeto de deseo. Pero el deseo no completa la definición de lo humano; mala herencia nos ha dejado el psicoanálisis y las filosofías de la voluntad insatisfecha al definirnos como ese deseo que nunca encuentra su objeto. Para el psicoanalista es aún peor, ya que el objeto del deseo es impuesto, es construido desde un exterior que nos codifica, nos hace desear elementos que nunca terminan por satisfacer esa corriente infinita del eros. El cine, la televisión, las novelas, por ejemplo, imponen una estructura al deseo, un objeto determinado y, por ello, un modo de comportamiento, un ethos.
Si volvemos al viejo griego, descubriremos que la felicidad parece que está relacionada con un “saber qué hacer”, una facultad a la que Aristóteles llamó “phrónesis[2]. Es más, no sólo era una facultad, sino una excelencia que torna virtuoso al que la posee. Saber “qué hacer”, discernir cuáles son las mejores elecciones para una buena vida, es aquello que nos hace felices. Pero… eso no termina por definir que es la felicidad, ya que hay tantas maneras de ser felices como personas. Tal vez, lo que nos quiere decir Aristóteles, es que la felicidad no se consigue gracias a un objetivo en concreto, sino siendo en el “estar siendo” de una actividad. ¿Pero qué actividad es esa? No, desde luego, las actividades que se realizan para conseguir algo en concreto; sino aquellas en las que su propio fin es la actividad misma. Se trabaja para conseguir dinero: eso es una actividad en función a la consecución de algo que no tiene que ver con esa actividad; se tiene dinero para “poder vivir”, lo que significa comida, vivienda, pagar deudas pero, una vez que el dinero ha cubierto las necesidades primarias, se activa, como decía Ortega y Gasset, una segunda naturaleza humana, la de las actividades que tienen un fin en sí mismo: las artes, el conocimiento… la pesca, el juego. ¿Para qué se juega, si no se hace de manera lucrativa, si no es por el juego mismo? Estas actividades que guardan en sí mismas una finalidad son, según Aristóteles, las que nos pueden reportar la eudaimonía, la felicidad.
¿Pero todas esas actividades, todos esos hábitos son igual de válidos para conseguir la auténtica felicidad? Si seguimos al viejo Aristóteles, puede que lleguemos a la conclusión de que la auténtica felicidad sólo pueda conseguirse mediante una actividad en concreto; una que no requiere de nada más para ser, que es de verdad autónoma, la actividad TEÓRICA, aquella que acerca más a los seres humanos a Dios pues, al fin y al cabo, Dios es pensamiento puro: ese ente autónomo último, como decía Agustín García Calvo de la Comunidad de Madrid. Para Aristóteles, la esencia del ser humano es teórica y, aquello que de verdad hace feliz y buena la vida del ser humano es la actividad teórica misma, porque es la más propia de los seres humanos, los animales racionales.
Vamos a dejar al margen la identificación entre actividad teórica y felicidad en Aristóteles dado que, como es bien sabido, el ser humano no pude ya definirse filosóficamente de una sola manera y, con mucho, lo que podemos decir de su esencia es que es pura y simple existencia. El ser humano es existir, proyectándose en sus posibilidades, cosa que nos recordaría un filósofo alemán llamado Heidegger.
Nos centraremos ahora en el hecho de que para Aristóteles la felicidad (eudaimonía) es posible gracias a un hábito continuado, una acción vital, un modo de ser en una actividad, no sólo el acabamiento de esa actividad. Y, por supuesto, la actividad debe ser realizada virtuosamente, en su excelencia (su Areté), como lo haría el hombre que “sabe qué hacer”, el hombre prudente: el phronimós. La ética Aristotélica, con independencia de la actividad teórica, nos expone que las cosas se hacen bien y felizmente cuando se hacen excelentemente; no cuando las llevamos a cabo por compromiso o por obligación solamente, sino cuando ponemos la vida en eso que hacemos y tratamos, dependiendo de nuestras circunstancias para hacerlo lo mejor posible, de la manera más prudente, sin excesos temerarios que arriesguen nuestra propia vida; sin defectos pueriles que nos hagan caer en el desánimo.
Muy diferente es esta concepción de la felicidad de la que ahora tenemos, centrada en lo que hemos producido, en la consecución de una actividad en concreto, generalmente el trabajo, de manera que, cuando ha terminado el trabajo somos meros consumidores de objetos-felicidad. Ya no es la actividad misma por ella misma por la cual nos hacemos mejores aquello que nos trae la felicidad, sino el simple hecho de tener por tener, acumular y consumir para llenar un vacío que, como el de la fracturada voluntad que describe Schopenhauer, no podemos llenar. El ocio se ha hecho mero entretenimiento y consumo de objetos-felicidad: “ya lo tengo, puedo ser feliz, pero… ahora qué”. El ocio ya no consiste en hacernos mejores, sino en descansar para realizar la auténtica actividad: el trabajo. Hemos convertido una actividad que es siempre para otra cosa, trabajar, en un fin en sí mismo: un absurdo. Se vive para trabajar y, el que no trabaja, es un paria; el resto, la segunda naturaleza de la que habla Ortega, es mero entretenimiento, cosas superfluas e innecesarias de manera que, tanto el artista como el pensador, que trabajan de eso, son meros parásitos de una sociedad volcada en el trabajo y la producción.
Como venía barruntando al principio de esta exposición sobre la felicidad, tal vez otro de los errores de los teóricos de lo humano haya sido centrarse demasiado en la parte erótica del alma humana. Sloterdijk, un pensador actual, nos cuenta en su obra Ira y Tiempo que el arrojo, la ira, la inflamación del ánimo, fueron también objetos de estudio para los antiguos pensadores y poetas[3]. Las acciones de un Ayax  o de un Aquiles abundan en ira, el uno por sí mismo, por no haber estado a la altura de las circunstancias; el otro por el daño hecho a su dignidad de noble guerrero. En Platón la ira (el Thymos) es una de las partes que componen el alma humana junto a lo racional y concupiscible, como si de un acorde musical se tratara. El thymos, sobresaliente en los guardianes de la ciudad, en el militar o el guerrero homérico, se civiliza en la teoría socrático-platónica, hasta el punto de devenir un sentimiento de ira cuando uno no se siente a la altura de sí mismo, no concuerda con su propio proyecto de sí, tan importante para el establecimiento de una vida buena y feliz. No sólo eso, sino que, en un autor tan importante como Nietzsche, la ira que se aleja del resentimiento, el arrojo, la valentía del griego homérico es creativa, artística, expresión de lo que llama la Voluntad de Poder. Una voluntad ésta que no es como la de nuestro conocido Schopenhauer, no es doliente ni nostálgica, no se tortura por desear lo que ni puede tener; no, esta voluntad afirma la vida, no la niega en bálsamos auto-complacientes ya que quiere con el thymós, no con el mero EROS (deseo). No está describiendo aquí el filósofo del martillo a un hombre anhelante del objeto del deseo, tal y como hace el psicoanálisis; no, la Voluntad de Poder se expresa aquí en el ser humano que persevera en sí mismo para alcanzar la excelencia y crear nuevos modos de ser, nuevas prácticas de sí en una afirmación eterna de la contingencia. Aquí el goce, no el mero placer o el deseo, el goce y la felicidad, son consecuencia de una vida afirmadora de la perseverancia en uno mismo y la sobreabundancia de su propio ser porque, la ira transformada en goce, quiere “profunda eternidad”. Esto supone un decir sí a un proyecto individual y político (la gran política), que afirme en términos absolutos la vida, para crear nuevos conceptos y contextos, para desafiar las estructuras inmutables, institucionales, inconscientes, codificadoras de nuestra propia corporalidad. Ese goce es superior a la vida buena y feliz, en definitiva burguesa, de la propuesta aristotélica; y, por supuesto, superior con mucho a la de los “objetos-felicidad” prometidos por el esfuerzo del trabajo en la época técnica y post-industrial.
Nuestro mundo está demasiado volcado al deseo, pero poco disciplinado en la ira, la creativa, la gozosa, la orgullosa de sí, la afirmadora de la vida. Estar a la altura de uno mismo, como una gesta vital, es lo que llena de esplendor y goce al alma humana.

 Vídeo del texto en Filosofía furiosa.


[1] MARZOA, Historia de la filosofía antigua, Madrid: Akal, 1995, pp.141-142.
[2] Idem.
[3] Sloterdijk, P., Ira y Tiempo, Siruela: Madrid, 2010. P. 34-35.

lunes, 2 de mayo de 2016

El nómos atómico de la Tierra: estado de excepción y zona de exlcusión.



El entuerto jurídico anula el Derecho, es lo contrario al orden jurídico. ¿Qué hacer para restituirlo, para restituir al criminal al derecho? La pena impuesta por el tribunal es la que vuelve a introducir al criminal en el Derecho, de manera que enmienda la fisura entre Derecho y Naturaleza. ¿Qué pasa cuando no se tiene derecho a la pena (porque ni si quiera hay entuerto) como en Guantánamo, como en los aeropuertos? Que el individuo deja de ser sujeto de derechos y pasa a un estado de a-legalidad donde todo está permitido. En eso consiste el Estado de Excepción, en la supresión del Derecho en virtud del Estado de Naturaleza que lleva implícito siempre el Soberano en sí, el cual se encuentra en un orden trascendente a la política (es impolítico) y la legalidad. No forma parte del contrato que han firmado los súbditos. En Chernóbil la phýsis del soberano atómico, la técnica, se llama radio-actividad y el espacio de Estado de Excepción se llama "Zona de Exclusión". Phýsis desbordada que impone un nómos de la Tierra irradiado. La nube radiactiva, en relación con el elemento aire, supone la supresión de los límites claros que el Derecho Internacional (Derecho de Gentes) marcaba al delimitar el espacio terrestre. La bomba atómica heideggeriana, como phýsis desbordante y crueldad no humana del ser, instaura, inaugura un Estado de Excepción mundial, global. Pastorear el ser con contadores geiger y trajes anti radiación de plomo; crear sarcófagos contenedores de reactores nucleares en vez de casas habitables en los que ser vecinos de una phýsis amable. Destruir la habitabilidad burguesa y liberal de centro comercial y espacio techado por lo inhóspito del elemento aire, abierto a la tormenta del ser. La torsión del pensar hacia la mutua apropiación entre ser y hombre, derecho y phýsis, vendrá gracias a la imposición del Estado de Excepción por una instancia no-humana, anti-humana: el ser/phýsis/des-fondamiento/fundamento. La mutua apropiación entre ser y hombre es paulinamente escatológica y la pre-vivencia del fin atómico en el pastor del Ser, la parousía, es su única posibilidad de salvación: sólo un Dios puede aún salvarnos y en la era de la técnica es atómico; en el máximo peligro crece/estalla/irradia la salvación.