Narra Borges cómo su Asterión vagabundea por corredores y patios interiores de un laberinto “que es el mundo”; un laberinto que en definitiva tiene las dimensiones de un todo, de todo, del todo: es infinito.
El
minotauro, dada su condición inmortal, sólo puede esperar a haber recorrido
todas las estancias del dédalo sin fin en la eternidad. Pero qué eternidad es
esa, sino la griega, la del eterno retornar de lo mismo de los estoicos que
tanto inquietó el pensamiento de Nietzsche. No se trata de una eternidad en la
paz de Dios, en el fin del tiempo, donde mundo y reino de los fines al fin se
pliegan en un momento de la historia, un momento en el que, precisamente la historia
deja de ser historia. La eternidad es el infinito ciclo del retornar de las
estancias del laberinto, de sus recodos, de sus patios, sus aljibes, los cuales
son una y otra vez el mismo y siempre diferentes.
Al
igual que en ese otro relato, El libro de arena que, como éste que
comentamos de La casa de Asterión,
versa acerca de la inconmensurabilidad de un objeto, Borges postula la
imposibilidad de encontrar una misma página ya vista en un libro de páginas
infinitas. Allá por donde se abra el libro, a un lector contingente y finito, le
será matemáticamente imposible encontrar de nuevo el mismo texto, como el laberinto
de páginas sin fin que es, si pasa de página o cierra el libro.
Cree
Teseo que ha encontrado a su “otro”, su rival, en el centro del laberinto; y en
efecto así es porque el laberinto, al circunscribirse infinito, tiene como
centro cualquier lugar en su interior. Cada punto del laberinto es su centro y
es la característica inmortal de Asterión, que eternamente recorre el
laberinto, el que ha permitido encontrar en un entorno sin fin a Teseo, de
mortal designio.
Y es
que el toro hombre es una paradoja matemática, ya que es tan recurrente como el
laberinto: es eterno, y en su eternidad se confronta a la del laberinto. La expresión
que para ello encontramos en la aritmética es la de un infinito partido de
infinito:
De tal
manera que el hijo de la reina Pasífae y el Toro de Creta, será una
indeterminada existencia, tan neutra y gris como la de los inmortales de ese
otro relato de Borges llamado así El
inmortal: igual que esos hombres que han sido todos los hombres en su
eternidad, que han pasado por todos los momentos de las vidas de cualquier
hombre, así Asterión ha sido, en su hogar, el propio laberinto, el mundo
entero, ese otro “yo” suyo que es Teseo y supone su propia aniquilación –de la
misma manera que sólo un Pendragón, Arturo, puede acabar con otro Pendragón,
Mordred-, tanto es así que hasta ha creído, alguna vez, ser el creador mismo
del Cielo y de la Tierra ya que, al fin y al cabo, infinitos y eternidades son
múltiples sólo en apariencia, como bien nos enseña Spinoza, al hacer de lo
finito que es el hombre y lo infinito en los cielos, unas meras modificaciones
de la substancia Dios; al hacer de la finitud y de cualquier otra infinitud
celeste, modos del auténtico infinito que es Dios (la Naturaleza naturante).
Y Teseo, ese mortal que se enfrenta,
como modificación finita del infinito, ante el infinito de Asterión, Teseo
digo, es esa minúscula unidad, es esa cosa mortal, finita y contingente, que se
confronta al infinito, a lo eterno cansado y neutro, que en su tedio de siglos
sin diferencia alguna entre sí, busca su propia aniquilación: se enfrenta como
unidad bien delimitada por el tiempo y la muerte a la eternidad del toro-hombre
(de la misma forma que el lector se enfrenta a un libro de páginas tan
incontables como la arena). Así, ese duelo mítico entre bestia y héroe puede
expresarse aritméticamente como:
Donde K representa cualquier número natural, en este caso, nuestro héroe,
que es la unidad, uno; de manera que nos encontramos con infinito partido de
uno. Una expresión aritmética que hace que nos preguntemos cuantos Teseos,
cuántos héroes, y cuántas unidades mortales hacen falta para enfrentarnos al
infinito minotauro, al infinito laberinto: infinitos, infinitos Teseos hacen
falta para poder encontrarnos de una vez, en el centro del laberinto al
infinito Asterión y, así poder domeñarlo, atacarlo y al fin anularlo.
Si, como hemos comentado antes, Teseo
es el otro Asterión y Asterión es el otro Teseo es porque, ahora nos queda
claro, Teseo es una modificación del infinito que es Asterión. El monstruo, en
mil vidas, mil millones de vidas que eternamente devienen una y otra vez, ha
terminado, en algún momento, siendo su propio ejecutor, su anulación. La unidad
ha alcanzado, en la eternidad, a la infinitud y, recíprocamente, la infinitud se
ha hecho nada, cero, en algún momento de la eternidad, al enfrentarse a la
determinación de la unidad, de Teseo (donde K
representa en este caso a uno):
Monstruo y héroe se encuentran como
dos rectas paralelas que sólo se cruzaran en la eternidad; como una curva que
no toca, a-síntota, su eje de
coordenadas, más que en su tendencia a hacerse cero con él en el infinito.
Y así van coligados, mutuamente
implicados en un eterno retornar, hombre y toro-hombre como una espiral
hiperbólica que comenzó en el infinito y sólo puede tener su fin (su cero de abscisas
y ordenadas) también en el infinito; de la misma manera la liberación de
Asterión del tedio de ser todos y todo, sólo puede darse en un tiempo que no es
tiempo, pero al que siempre se aproxima y del que siempre ha venido.