Aristóteles decía que era una cuestión de sentido común saber que
todos los seres humanos aspiraban a ser felices. El término griego para la
felicidad es la “eudaimonía”, algo así como una “bienandanza”[1],
practicar un buen camino. Así pues, para el griego podríamos decir que la
felicidad es un camino bien andado. ¿Pero qué significa esto?
Tal vez estemos acostumbrados a pensar que la felicidad se obtiene en
el término de una acción acabada, algo logrado y realizado pero, qué pasa una
vez que aquello se ha logrado. Viene el tedio y el hastío: la insatisfacción.
Decía Schopenhauer que la vida transcurre entre la inseguridad y el aburrimiento, un movimiento pendular que produce dolor, tal
vez porque pensaba que el mundo era la expresión de la Voluntad, una
unidad total que se había fracturado y, en su lucha por unirse de nuevo,
siempre permanecía insatisfecha; la historia de esta Voluntad siempre se
encontraba en el intento de reunirse en unidad y totalidad, algo que jamás
podría llegar a ser y es que, una vez que esa Voluntad encontraba un objeto,
éste no podía satisfacerla, de tal manera que regresaba de nuevo a la búsqueda
de aquello que la hacía completa. Un castigo para la existencia, desde luego.
El problema de Schopenhauer tal vez consista en pensar que, en primer
lugar, lo que nos define como seres humanos es el deseo y, en segundo lugar,
que la felicidad sólo puede conseguirse como término o consecución de la acción
que nos lleve a adquirir ese objeto de deseo. Pero el deseo no completa la
definición de lo humano; mala herencia nos ha dejado el psicoanálisis y las
filosofías de la voluntad insatisfecha al definirnos como ese deseo que nunca
encuentra su objeto. Para el psicoanalista es aún peor, ya que el objeto del
deseo es impuesto, es construido desde un exterior que nos codifica, nos hace
desear elementos que nunca terminan por satisfacer esa corriente infinita del eros. El cine, la televisión, las
novelas, por ejemplo, imponen una estructura al deseo, un objeto determinado y,
por ello, un modo de comportamiento, un ethos.
Si volvemos al viejo griego, descubriremos que la felicidad parece que
está relacionada con un “saber qué hacer”, una facultad a la que Aristóteles
llamó “phrónesis”[2].
Es más, no sólo era una facultad, sino una excelencia que torna virtuoso al que
la posee. Saber “qué hacer”, discernir cuáles son las mejores elecciones para
una buena vida, es aquello que nos hace felices. Pero… eso no termina por
definir que es la felicidad, ya que hay tantas maneras de ser felices como
personas. Tal vez, lo que nos quiere decir Aristóteles, es que la felicidad no
se consigue gracias a un objetivo en concreto, sino siendo en el “estar siendo”
de una actividad. ¿Pero qué actividad es esa? No, desde luego, las actividades
que se realizan para conseguir algo en concreto; sino aquellas en las que su
propio fin es la actividad misma. Se trabaja para conseguir dinero: eso es una
actividad en función a la consecución de algo que no tiene que ver con esa
actividad; se tiene dinero para “poder vivir”, lo que significa comida,
vivienda, pagar deudas pero, una vez que el dinero ha cubierto las necesidades
primarias, se activa, como decía Ortega y Gasset, una segunda naturaleza
humana, la de las actividades que tienen un fin en sí mismo: las artes, el
conocimiento… la pesca, el juego. ¿Para qué se juega, si no se hace de manera
lucrativa, si no es por el juego mismo? Estas actividades que guardan en sí mismas
una finalidad son, según Aristóteles, las que nos pueden reportar la eudaimonía,
la felicidad.
¿Pero todas esas actividades, todos esos hábitos son igual de válidos
para conseguir la auténtica felicidad? Si seguimos al viejo Aristóteles, puede
que lleguemos a la conclusión de que la auténtica felicidad sólo pueda
conseguirse mediante una actividad en concreto; una que no requiere de nada más
para ser, que es de verdad autónoma, la actividad TEÓRICA, aquella que acerca
más a los seres humanos a Dios pues, al fin y al cabo, Dios es pensamiento puro:
ese ente autónomo último, como decía Agustín García Calvo de la Comunidad de
Madrid. Para Aristóteles, la esencia del ser humano es teórica y, aquello que
de verdad hace feliz y buena la vida del ser humano es la actividad teórica
misma, porque es la más propia de los seres humanos, los animales racionales.
Vamos a dejar al margen la identificación entre actividad teórica y
felicidad en Aristóteles dado que, como es bien sabido, el ser humano no pude
ya definirse filosóficamente de una sola manera y, con mucho, lo que podemos
decir de su esencia es que es pura y simple existencia. El ser humano es
existir, proyectándose en sus posibilidades, cosa que nos recordaría un
filósofo alemán llamado Heidegger.
Nos centraremos ahora en el hecho de que para Aristóteles la felicidad (eudaimonía)
es posible gracias a un hábito continuado, una acción vital, un modo de ser en
una actividad, no sólo el acabamiento de esa actividad. Y, por supuesto, la
actividad debe ser realizada virtuosamente, en su excelencia (su Areté), como lo haría el hombre que
“sabe qué hacer”, el hombre prudente: el phronimós.
La ética Aristotélica, con independencia de la actividad teórica, nos expone
que las cosas se hacen bien y felizmente cuando se hacen excelentemente; no
cuando las llevamos a cabo por compromiso o por obligación solamente, sino
cuando ponemos la vida en eso que hacemos y tratamos, dependiendo de nuestras circunstancias
para hacerlo lo mejor posible, de la manera más prudente, sin excesos
temerarios que arriesguen nuestra propia vida; sin defectos pueriles que nos
hagan caer en el desánimo.
Muy diferente es esta concepción de la felicidad de la que ahora
tenemos, centrada en lo que hemos producido, en la consecución de una actividad
en concreto, generalmente el trabajo, de manera que, cuando ha terminado el
trabajo somos meros consumidores de objetos-felicidad. Ya no es la actividad
misma por ella misma por la cual nos hacemos mejores aquello que nos trae la
felicidad, sino el simple hecho de tener por tener, acumular y consumir para
llenar un vacío que, como el de la fracturada voluntad que describe
Schopenhauer, no podemos llenar. El ocio se ha hecho mero entretenimiento y
consumo de objetos-felicidad: “ya lo tengo, puedo ser feliz, pero… ahora qué”.
El ocio ya no consiste en hacernos mejores, sino en descansar para realizar la
auténtica actividad: el trabajo. Hemos convertido una actividad que es siempre
para otra cosa, trabajar, en un fin en sí mismo: un absurdo. Se vive para
trabajar y, el que no trabaja, es un paria; el resto, la segunda naturaleza de
la que habla Ortega, es mero entretenimiento, cosas superfluas e innecesarias
de manera que, tanto el artista como el pensador, que trabajan de eso, son
meros parásitos de una sociedad volcada en el trabajo y la producción.
Como venía barruntando al principio de esta exposición sobre la
felicidad, tal vez otro de los errores de los teóricos de lo humano haya sido
centrarse demasiado en la parte erótica del alma humana. Sloterdijk, un
pensador actual, nos cuenta en su obra Ira y Tiempo que el arrojo, la ira, la
inflamación del ánimo, fueron también objetos de estudio para los antiguos
pensadores y poetas[3].
Las acciones de un Ayax o de un Aquiles
abundan en ira, el uno por sí mismo, por no haber estado a la altura de las
circunstancias; el otro por el daño hecho a su dignidad de noble guerrero. En
Platón la ira (el Thymos) es una de
las partes que componen el alma humana junto a lo racional y concupiscible,
como si de un acorde musical se tratara. El thymos,
sobresaliente en los guardianes de la ciudad, en el militar o el guerrero
homérico, se civiliza en la teoría socrático-platónica, hasta el punto de
devenir un sentimiento de ira cuando uno no se siente a la altura de sí mismo,
no concuerda con su propio proyecto de sí, tan importante para el
establecimiento de una vida buena y feliz. No sólo eso, sino que, en un autor
tan importante como Nietzsche, la ira que se aleja del resentimiento, el
arrojo, la valentía del griego homérico es creativa, artística, expresión de lo
que llama la Voluntad de Poder. Una voluntad ésta que no es como la de nuestro
conocido Schopenhauer, no es doliente ni nostálgica, no se tortura por desear
lo que ni puede tener; no, esta voluntad afirma la vida, no la niega en
bálsamos auto-complacientes ya que quiere con el thymós, no con el mero EROS (deseo). No está describiendo aquí el
filósofo del martillo a un hombre anhelante del objeto del deseo, tal y como
hace el psicoanálisis; no, la Voluntad de Poder se expresa aquí en el ser
humano que persevera en sí mismo para alcanzar la excelencia y crear nuevos
modos de ser, nuevas prácticas de sí en una afirmación eterna de la
contingencia. Aquí el goce, no el mero placer o el deseo, el goce y la
felicidad, son consecuencia de una vida afirmadora de la perseverancia en uno
mismo y la sobreabundancia de su propio ser porque, la ira transformada en goce,
quiere “profunda eternidad”. Esto supone un decir sí a un proyecto individual y político (la
gran política), que afirme en términos absolutos la vida, para crear nuevos conceptos y
contextos, para desafiar las estructuras inmutables, institucionales,
inconscientes, codificadoras de nuestra propia corporalidad. Ese goce es
superior a la vida buena y feliz, en definitiva burguesa, de la propuesta
aristotélica; y, por supuesto, superior con mucho a la de los
“objetos-felicidad” prometidos por el esfuerzo del trabajo en la época técnica
y post-industrial.
Nuestro mundo está demasiado volcado al deseo,
pero poco disciplinado en la ira, la creativa, la gozosa, la orgullosa de sí,
la afirmadora de la vida. Estar a la altura de uno mismo, como una gesta vital,
es lo que llena de esplendor y goce al alma humana.Vídeo del texto en Filosofía furiosa.