lunes, 23 de marzo de 2015
Andalucía no es un mundo feliz.
Llevo escuchando desde hace meses en boca de muchos, sobre todo de Pérez
Reverte, el ensalzamiento del lema clásico e ilustrado
"razón-virtud-felicidad". Cuando en una ingenuidad sin límites se me
dice que un pueblo "bien educado" es un pueblo al que no se le puede
engañar en las urnas, me sale al paso con fuerza la objeción de que el
ethos significa también carácter, que algunos individuos y algunos
pueblos, por no decir todos, tienen un carácter arraigado que desafía la
ecuación ilustrada. Me viene a la memoria el educadísimo Martin
Heidegger y su historia de amor con el régimen nazi, bien votó a su
partido obrero y populista un señor que conocía el mundo clásico como
pocos; también me viene a la memoria el muy ilustrado Carl Schmitt,
jurista teórico que realizó esfuerzos ímprobos para capitalizar poder
del régimen hasta que fue vencido por campañas de difamación de sus
compañeros juristas, que se sentían amenazados por la acumulación de
cargos; me viene a la cabeza Schopenhauer, el primero en romper la
ilusión de la razón-virtud-felicidad, para el que el cultivo de la razón
no tenía por qué hacerte más libre y mejor persona y, mucho menos más
feliz, bien lo sabía él que creía que la vida humana se encontraba entre
el dolor y el aburrimiento; también Kant, gran ilustrado, en modo
alguno garantizaba que el actuar bien, el proceso de hacerse bueno,
tuviera algo que ver con la felicidad, más bien todo lo contrario. El
intelectualismo socrático en el que no hay malvados, sino sólo personas
mal educadas, nos ha llevado a pensar que los grandes cultivadores de
las humanidades jamás podrían ser corruptos ni adictos al régimen, algo
que no explica cómo Salustio, incisivo historiador, en los últimos
coletazos de la república de Roma, se enriqueciera vilmente en
detrimento de las arcas públicas, para terminar retirado con todo lujo y
morir en el mimo y el cuidado de una hacienda rústica; otro gran
cultivador de la virtud, ya en tiempos del Imperio fue Séneca, quien
tras turbias tramas de corrupción e influencia fue obligado a suicidarse
por orden de su emperador. Tanto Salustio como Heidegger, como Schmitt,
como Séneca sabían muy bien de la doctrina platónica del bien (de hecho
Heidegger le tiene dedicado al menos dos estudios); sin embargo ya sea
por su carácter o su codicia, y no desde luego por su ineptitud,
decidieron emprender un camino divergente al de la virtud. Lo que ocurre
en nuestra época es que las humanidades, el humanismo literario, ha
demostrado ser ineficaz en términos de inhibición y domesticación:
restituir la ecuación ilustrada ya sólo sería posible en un mundo como
el que plantea Aldous Huxley, una distopía del control genético donde se
cría y selecciona al hombre en una razón instrumental, que lo haga
virtuoso en tanto que útil para el Estado y feliz a toda costa mediante
fármacos. Sólo así es posible inhibir la ira que nos ha hecho occidente y
no nos encontremos ante esta situación, en la que el carácter de un
pueblo, forjado a base de caciquismo y predominio de unos pocos, se ha
hecho insensible al cultivo de las humanidades y el pensamiento, si es
que alguna vez esas técnicas sirvieron de algo, para seguir votando a la
corrupción y el tráfico de influencias, porque es algo ya normalizado
en el éthos de una comunidad. Para mí A brave new world no es una
distopía, sino una utopía en comparación con la España de charanga y
pandereta en la que vivimos.
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